miércoles, 1 de julio de 2009

Cuándo se duerme aquí?

Supogo que como en todas partes, cuando tienes suenyo. Lo que ocurre es que se resiste a hacerse presente confundido por una luz, tamizada pero persistente, que se niega a desaparecer. Ahora, cuando son las 00:55 del día 1, la luz continúa ahí...

Estoy ya en Islandia. Por más que uno regresa a estos nortes, nunca deja de sorprenderse de que no exista la noche. Supongo que habrá que vivir aquí para llegar a acostumbrarse. Así que si alguien tiene problemas con la claridad del sol para dormir, más vale que se traiga un antifaz.

La isla me ha recibido con nubes que, a ratos, dejaban entrever el azul del cielo abriendo brechas a la entrada de los rayos del sol. No hace calor, lo cual es un alivio viniendo de los más de 30 húmedos grados de la última semana en Bilbao. Pero tampoco hace frío, aunqe claro, las sensaciones térmicas de cada persona son intrasferibles. Digamos que aunque yo he estado en la gloria y en sandalias y manga corta, los más y las más frioleras agradecerán seguramente algo de abrigo.

La ciudad sigue como siempre, tranquila, sin prisas, con ritmo pausado y sin mucho turista, de momento. El jazz sonaba en algunos bares con música en directo, patines y bicicletas circulaban por el paseo junto al mar y los patos, cisnes y gansos del Tjornin seguían peleando por las migas de pan que echaban los y las paseantes.

Como siempre la primera impresión es de desolación ante el gran desierto volcánioco de Akranes y sus fumarolas a lo lejos despidiendo vapor de agua. Pero poco a poco, la vida y la ciudad se van aduenyando de nuestras retinas. Desde el surealista campo de golf de un verde inmaculado entre el negro profundo de la lava hasta los ostreros y los charranes con sus incansables y sincopados piares; desde los musgos que coloniza con dificultad pero con insistencia la roca aún caliente hasta el ir y venir de coches y paisanos entre las calles, pero con moderación.

El primer paseo para despejar la cabeza y el alma de tanto vuelo, aeropuerto, retraso... y la primera ducha, pero en esta ocasión, con una sonrisa en los labios. Porque la primera vez, hace ya unos cuantos anyos, no fue sonrisa, fue desconcierto. Fue comenzar a mojarme y percibir un desagradable olor a podrido, a huevos podridos para ser más exactos. Salí una y otra vez de la ducha para ver de qué parte de mi cuerpo procedía aquella peste sin encontrar nada que pudiera producirlo. Hasta que por fin, con tanto ensayo error, me di cuenta de que el olor comenzaba según habría el agua caliente, que emanaba del agua, un agua sulfurosa traída directamente de las fuentes naturales y que sale a 80 grados sin necesidad de calentador. Un agua, por cierto, excelente para la piel pero que puede oscurecer los pendientes, pulseras y demás cachibaches de plata. Queda dicho, hay que acostumbrarse al olor y regular la temperatura antes de ponerse debajo del chorro.

Y la primera cena, no sin cierto cargo de conciencia por el menú elegido: chuleta de ballena, de rorcual aliblanco concretamente. Hecho el acto de contricción por la contribución a su caza, sólo me queda decir que la experiencia gastronómica no ha sido nada del otro mundo. No ha estado mal, la carne tiene su aquel, aunque como casi siempre por estos pagos, con una salsa excesiva en natas y mantequillas y, por supuesto, con pimienta. Ya siento hacer patria en algo tan obvio pero me quedo con el chuletón de buey a la brasa en una buena sidrería de Gipuzkoa. Aunque como la curiosidad culinaria para algunos no tiene límites, seguiremos buceando en las delicias islandesas que aún no hemos catado.

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